por Juan Mairena
Decía Antonio Gala que él no había elegido ser escritor sino que estaba predestinado a serlo. No sé cuánto de verdad hay en esa afirmación, pero me cuesta pensar que alguien pueda levantarse un día y decida ser escritor o autor de teatro. Por esa razón siempre he pensado que, quienes sentimos el impulso de contar historias, no lo hacemos por decisión propia sino por esa apremiante necesidad que, de alguna manera y más allá de nuestra voluntad, nos conmina a escribirlas. Pero, ¿elegimos nosotros las historias que queremos contar o son ellas las que nos eligen? En una de sus clases magistrales, Wajdi Mouawad nos contó que él no inventaba historias, sino que se encontraba con ellas cuando escribía sobre aquello que le conmovía. Del mismo modo, tampoco elegía los personajes sino que eran estos los que se le aparecían un día y se presentaban por su nombre. Aquellas palabras confirmaron algo que ya sospechaba desde hacía tiempo y era que el teatro tiene mucho más de magia que de perseverancia y que los personajes no solo cobran vida encima de un escenario, sino que ya están vivos en las páginas de los textos e incluso mucho antes de que escribamos sobre ellos.
En ese acto íntimo de contar historias el autor no es más que un mero instrumento, una suerte de médium que se limita a transcribir lo que los personajes le dictan. Así empieza el proceso creativo, con un susurro, a veces con una imagen, al principio sin mucho sentido pero, unidas a otras imágenes y a otros susurros, adquieren de repente un significado que, en la mayoría de los casos, no habíamos buscado. Esa es al menos mi experiencia y también la razón por la que escribo teatro. Un día, ignoro por qué extraña razón, sintonicé esa mágica frecuencia por la que los personajes me susurran historias al oído. Una vez que esto sucede, ya no puedes hacer otra cosa que escuchar y escribir. Puede ocurrir en mitad de la noche, por la calle o en el metro y, en ese momento, uno siente la obligación de anotar enseguida las palabras susurradas, no tanto por necesidad o placer, sino por miedo a olvidarlas para siempre y traicionar de esa forma la voluntad de quien nos susurra.
Son personajes sin rostro que no pertenecen a nuestro imaginario, sino a esa especie de limbo donde transcurren sus vidas y del que necesitan ser rescatados. Personajes en busca de autor, como en la obra de Pirandello, en busca de alguien que los descubra, los comprenda y sea capaz de contar esa historia que no es nuestra, sino de ellos. El autor puede elegir un camino pero, por mucho que se empeñe en seguirlo, son ellos los que deciden si debe continuar por ahí o desviarse de pronto hacia regiones insospechadas, territorios a los que nunca habría accedido porque ni siquiera se encuentran en los mapas. El autor no es más que un simple escribiente que se alimenta de susurros.
Juan Mairena
Dramaturgo y Director de Escena #CERDA