SEÑOR RUISEÑOR en los Teatros del Canal

PADRES en los Teatros Luchana
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SEÑOR RUISEÑOR

Entre el 2 y el 20 de septiembre de 2020

En su estudio-museo, Santiago Rusiñol pinta La morfina. Es una pintura muy significativa en su obra ya que él mismo fue adicto a esta droga. El efecto estupefaciente le sitúa ante la irrupción de unas huestes destructivas que deshacen su casa-museo. Sus objetos, pinturas y obras literarias son arrinconados o destruidos. El enfrentamiento y los conflictos se suceden con ferocidad, sarcasmo y humor. Rusiñol defiende unas formas de vida que se resisten a desaparecer ante el asalto de lo que considera la barbarie. Sin embargo, las dudas surgen muy pronto. ¿Se trata del auténtico Rusiñol o de un guía –reubicado en espera de la jubilación– que actúa en la visita teatralizada del museo? ¿Es simplemente el conflicto laboral de un empleado cuyo desequilibrio le ha llevado a creerse el personaje y se resiste a cambiarlo ante la imposición de nuevos héroes y mitos revolucionarios? En cualquier caso, es la cruel realidad actual confrontada a lo que fue esta sociedad en el pasado. Una sociedad de ciudadanos holgados y juiciosos a orillas del Mediterráneo.

SANTIAGO RUSIÑOL

(Barcelona, 1861-Aranjuez, Madrid, 1931). Pintor español. Nacido en el seno de una familia de la burguesía catalana, parecía predestinado a continuar la tradición familiar dentro de la industria textil, bajo la autoridad de su abuelo, con el que vivió desde niño. La muerte de su padre cuando Rusiñol tenía veintidós años le forzó a ocuparse del negocio familiar antes de lo previsto, aunque en sus ratos libres se dedicaba a pintar, acudiendo a recibir lecciones a la Academia del pintor Tomás Moragas. La muerte de su abuelo en 1887 dará un giro absoluto a su vida; liberado de su influencia y autoridad decide romper toda clase de ataduras, se desvincula del negocio familiar y se separa de su esposa Lluïsa Denis, con la que había contraído matrimonio un año antes, para dedicarse de lleno a la pintura. Estrecha su relación con el pintor Ramón Casas, al que había conocido a través del escultor Clarasó, y juntos proyectan un viaje en carro por Cataluña. El acercamiento al campo y los pueblos de la región se materializa en una extensa producción de cuadros costumbristas y de paisajes. En éstos muestra la influencia del maestro de Olot, Joaquín Vayreda, ofreciendo una visión de la naturaleza plácida y no exenta de lirismo. Su primera estancia parisina, en 1889, junto a Casas, quien le introduce en los ambientes artísticos parisinos, le conducirá al barrio bohemio de Montmartre. Allí sigue interesado por la naturaleza, con una preferencia clara por escenarios sencillos cuando no vulgares, por ello, cuando en octubre de 1890 exhi­be su obra en la Sala Parés de Barcelona, junto a la de sus amigos Casas y Clarasó, la crítica se muestra muy desfavorable y califica su pintura de sórdida. De nuevo en París, instalado en el Moulin de la Galette en Montmartre junto a Eric Satie, se deja seducir por el simbolismo. Sus paisajes se vuelven solitarios y sus interiores, intimistas con figuras femeninas aisladas que transmiten sentimientos de melancolía y tristeza. En el verano de 1891 descubre Sitges, pinta sus conocidos «patios azules» y elige el lugar como escenario de las Fiestas Modernistas que se inaugurarán al año siguiente y se celebrarán sucesivamente en 1893, 1894, 1897 y 1898, convirtiendo la población en el centro modernista de Cataluña. En 1893 adquiere una hermosa mansión conocida como Cau Ferrat en la que pasa temporadas y que al mismo tiempo le sirve de museo para albergar su colección. En París se instala en un barrio más acomodado con Utrillo y Zuloaga y a través de este último descubre a El Greco, cuyo arte le provoca una admiración sin límites, que le llevará más tarde a adquirir obras suyas. Comparte también con Zuloaga la experiencia de un viaje a Florencia buscando la inspiración de los pintores del primer renacimiento. Fiésole le descubre la belleza de sus paisajes en los que el ciprés es verdadero protagonista, y a partir de este momento su interés vuelve a centrarse en el género del paisaje que se constituirá en el principal protagonista de su actividad. En 1897 se instala en Granada donde ejecuta una serie de jardines: los cármenes, la Alhambra. Viaja a Valencia, Mallorca y Aranjuez; pinta los claustros de los viejos monasterios, los cementerios y los calvarios de Levante. La exposición de Jardines de Es­paña en octubre-noviembre de 1899 en la Galería L’Art Nouveau de París supone su reconocimiento internacional, cuyo éxito radica en una nueva visión de España, totalmente alejada de tópicos y llena de veracidad. El Museo del Prado conserva un Jardín de Aranjuez, pintado por Rusiñol en 1907, ejemplo revelador de una amplia producción dedicada al mismo tema, por el que ya había comenzado a interesarse en 1898. Estas obras obedecen a un esquema general caracterizado por el rigor compositivo: en primer término la naturaleza aparece ordenada y simétrica, sometida a la voluntad del hombre, contrastando con la visión salvaje que asoma al fondo de la composición, lo que constituye uno de sus mayores atractivos. Fue precisamente en Aranjuez, durante una de sus reiteradas estancias para realizar una serie de paisajes, donde le sorprendió la muerte el 13 de junio de 1931. Personalidad de carácter complejo, Rusiñol se muestra como hombre sensible, escritor, pintor y coleccionista, cuya trayectoria vital estuvo muy ligada a personajes del mundo de las letras, de la música y del arte. A su muerte, donó su casa y su colección al municipio de Sitges, donde en 1933 se inauguró el Museo de Cau Ferrat.

Equipo artístico

 

 

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