Nunca he sabido si soy un dramaturgo que también escribe novelas o un novelista que además escribe teatro. Supongo que jamás resolveré ese enigma porque, en realidad, no sé imaginarme sin cultivar ninguno de esos dos géneros.
En mi faceta dramática sí intuyo, al menos, de dónde nace mi necesidad de escribir teatro. Y nace de la voluntad de buscar un diálogo en el que construir preguntas que encuentren ecos y resonancias nuevas. Salir de mi propia esfera y romper ese límite buceando en la psicología de otros personajes que habrán de aportar una perspectiva necesariamente distinta a la mía. Además, en cuanto al proceso creativo, la soledad de la narrativa se convierte aquí en polifonía, en un ejercicio donde todos los implicados –directores, productores, actores, escenógrafos, iluminadores, compositores musicales…- sumará una capa semántica más al trabajo del autor. El texto se vuelve así un signo complejo y polisémico, enriquecido por las visiones de quienes lo completan con su sensibilidad y su trabajo.
Al escribir teatro intento no pensar en el proceso que vivirá el texto cuando lo haya terminado. Y no solo porque esa vida dependerá de la valentía de ciertos productores y salas para apostar, en estos tiempos de IVA cultural homicida, por un autor español, sino porque necesito centrarme en la palabra. En su sonoridad y en su ritmo. En aquello que pretendo contar y en la necesidad de omitir el verbo inútil. Durante los primeros momentos en los que me enfrento a la página en blanco he de frenar al novelista que pugna por adjetivar, por explicar y hasta por desarrollar a modo de digresión todo cuanto en el teatro ha de ser sugerido, vivido y, sobre todo, actuado. El teatro es acción: cada palabra y cada silencio ha de alterar todo cuanto acaba de suceder en escena. El signo que no cambia es un signo muerto, una comunicación redundante en la que al final el emisor corre el riesgo de convertirse en su único y engolado receptor.
Por eso, en mis diálogos, persigo que la palabra esconda en su cotidianidad el verdadero interrogante. Evito –o, al menos, lo intento- el circunloquio, el discurso pretendidamente vanguardista, las respuestas moralistas y el parlamento autocomplaciente, pues aunque la tentación de la exhibición verbal se cierne sobre todo autor dramático, me gusta pelear por estilizar el habla diaria y conseguir que en la trivialidad de lo cotidiano se esconda la profundidad emocional y social de cuanto se relata. Así es el lenguaje de la pareja gay de Cuando fuimos dos, de las conversaciones entre amigas de El sexo que sucede o de los dos ex de mi comedia más reciente, De mutuo desacuerdo, e incluso se adivina esa cotidianidad en las anécdotas que, bajo su lenguaje surrealista, expresa el joven Buñuel de Tour de force, mi título teatral –hasta la fecha- más poético.
En mis tres últimos estrenos he vivido con creces ese proceso de dar relieve –y sentido plural- a las palabras gracias a la verdad que sus directores y sus actores han puesto en cada proceso. Por suerte, he encontrado en mi camino a directores como el gran Quino Falero (De mutuo desacuerdo, Cuando fuimos dos), con quien me une una enorme afinidad teatral y estética; o como Miguel Ferrari (responsable de la versión venezolana de De mutuo desacuerdo) y Rodrigo Chiclana (el valiente director de Tour de force).
También he contado con actores tan generosos como Toni Acosta e Iñaki Miramón (magníficos Sandra e Ignacio en De mutuo desacuerdo); Ana María Simón y Sócrates Serrano (los estupendos protagonistas de De mutuo desacuerdo en Venezuela) o David Tortosa (Tour de force, Cuando fuimos dos) y Felipe Andrés (Cuando fuimos dos), que supieron encarnar como nadie a César y Eloy. Sin la generosidad de todos y cada uno de ellos no creo que jamás hubiera descubierto todo lo que se ocultaba tras mis propios personajes, tras las palabras que usé para construirlos y que con su interpretación se volvieron acción, tono, ritmo y mirada. Algunos de estos personajes se subirán de nuevo a escena en 2015: Sandra e Ignacio (De mutuo desacuerdo) en el Teatro Bellas Artes y en los escenarios de Caracas, mientras que el joven Buñuel (Tour de force) lo hará en el Off del Teatro Lara.
Escribir es un acto, esencialmente, atormentado, onanista y solitario. Pero quizá eso sea lo que me hace necesitar tanto el teatro: la urgencia de buscar otras voces ajenas a la mía. La voluntad de alejarme de mí mismo y contemplar de modo distinto aquello que me obsesiona, preocupa e inquieta. Porque incluso bajo la apariencia de una comedia ácida como De mutuo desacuerdo se acumulan temas como la incomunicación o la soledad, ocultos bajo el diálogo con el afán de, tras la risa, provocar la reflexión. Una conversación que me gustaría pensar que surgirá entre los espectadores con la misma naturalidad con la que intento hacer hablar a mis personajes, buscando un lenguaje que signifique más por lo que connota que por lo denota. Porque la vida, como el teatro, es también polisémica. Imprecisa. Espesamente semiótica. Ambigua. Y, sin duda, connotativa.
Muchas gracias, me ha gustado mucho. A mi me resulta enormemente complicado escribir teatro.