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Sábados de marzo.
DANNY Y ROBERTA (Danny and the Deep Blue Sea), escrita por John Patrick Shanley entre 1982 y 1983, es algo más que un encuentro, es algo más que un análisis del azar, de la vida difícil, del hastío y de la pérdida de esperanza. Es algo más y no es tampoco una simple historia de amor.
Para su autor, estos dos personajes pertenecen a la noche, a un ambiente pobre y resentido, donde la ambición tiene mucho que ver con las cosas pequeñas y aparentemente sencillas. Dos vidas rotas, ciegas -este es el punto de partida-, que se encuentran y se ven. Dos seres que en este destello reconocen no ser ni tan distintos, ni tan raros. Sí tan infelices.
Danny y Roberta es uno de los mejores retratos de dos perdedores en el teatro contemporáneo. Es una radiografía de los miedos y las miserias de una sociedad que hace de la violencia el escape final hacia ninguna parte. Son dos personajes límites, solitarios, incomprendidos, que por un momento creen encontrar alguien con quien compartir sus sueños y llegar a ser “como los demás”.
Danny y Roberta son dos seres al margen de todo eso, que se han pasado su existencia navegando por un espacio sólo reconocido por ellos. Un rincón interior hosco, muy erosionado por chocar continuamente con la normalidad de los otros: los seres contentos, prudentes, sin tacha. Ellos son bailarines de una danza apache -como bien reza el subtítulo original de la obra-, de una coreografía loca e imprudente que sigue un ritmo musical maldito, extenuante. Subversivo e incomprensible para los que quieren coherencia y tranquilidad. Danny y Roberta son dos seres humanos heridos, pero no dolientes, que se han habituado a caminar a oscuras, a no dar oportunidades, a no soñar ni a hacerse ilusiones, porque saben que no se puede ser feliz, porque siempre hay algo que te lo impide. Eso piensan antes de que la mesa de ese bar les obligue a conocerse y les conceda el regalo imprevisto de ver la luz, de dar con la ternura, con la protección, con el descubrimiento de un alma gemela, igual de descarnada. Un rescate que dura muy pocas horas y donde esas dos vidas cenicientas están obligadas a no encontrar el otro zapato después del baile.
Danny y Roberta son conscientes de ello, porque su condición de marginados les hace ver con una claridad pasmosa el futuro, sin sobresaltos, intentan purificarse, reconocerse en el otro durante ese momento. Pero poco a poco van bajando la guardia y nos permiten presenciarles más próximos y nada extraños: desnudos, vulnerables, sin ganas de atacar o de defenderse ante el mundo. Como todos cuando hallamos la calma y la cabeza nos deja descansar.
Quién sabe. Quizá Danny y Roberta son uno, un él o un ella que en un rato de hastío se pone a anhelar a alguien con quien compartir tanto desencanto. Un Danny que siente la necesidad de mirarse al corazón como si fuera un espejo roto para hallar a una Roberta, o al revés, con quien sentirse a gusto, digno de tener un mundo, capaz de poderlo compartir para luego poder recordarlo al menos. Cuando vuelvan a estar solos.
Dirección: Mariano Gracia
Elenco: Víctor Lancho y Cristina Marín Miró
Autor: John Patrick Shanley
Espacio escénico e iluminación: José Luis Raymond
Diseño de sonído y vestuario: Al alimón
Diseño gráfico: Lara Lussheimer y Lucia Peralta